¿Qué pasaría si en vez de solamente construir nuestra vida, tuviéramos la locura o la lucidez de bailarla?
(Roger Garaudy)
El mundo danza. Nada se para, ni siquiera lo aparentemente muerto. Hasta lo que deja de vivir se transforma en otra cosa, participando de una danza constante y sincrónica. La materia se transforma, se descompone, alimenta a otras materias que danzan. Nada se para. El movimiento es la constante en el universo en el que danzamos. Los planetas y las células de nuestro hígado. Los peatones que caminan por la calle y la savia que recorre el interior de los troncos de los árboles. Las neuronas de los cerebros de los peatones. Las células de las hojas de los árboles que hacen la fotosíntesis.
Me pregunto cuál es el sonido que acompaña a esa danza universal en perpetuo movimiento. Si pudiéramos oírlo… qué música fascinante.
Hay una melodía que, si estamos atentos, podemos escuchar debajo del ruido de nuestra prisa.
El arte de saber el tiempo es, exactamente eso, un arte. Los músicos de esto saben mucho. No basta con conocer las notas y pulsar la tecla exacta del piano… hay que hacerlo en el momento exacto que la melodía requiere. La música se construye tanto con el sonido como con los silencios, esas esperas necesarias antes de que acontezca la próxima nota. La música se hace danzando en armonía con el tiempo.
Quizás una de las mayores causas de nuestro sufrimiento cotidiano (el estrés, la ansiedad, la “desesperación”…) tiene que ver con esto. Parten de no haber aprendido precisamente el arte de la espera. Lo que en psicología se llama “aprender a demorar el refuerzo”, o aprender a resistir la frustración que aparece cuando las cosas no suceden exactamente cuando queremos.
Tener de niños un entorno dispuesto a colmar todos nuestros deseos en el instante en que los formulamos (o incluso sin formularlos siquiera) hace que de adultos creamos que la vida… es así.
Pero lo que de niños es sencillo (no es difícil para los solícitos padres acceder al caramelo, al juguete, a la videoconsola, al sobre de cromos…) de adultos se convierte en algo imposible de lograr, porque nuestros deseos (más complejos cada vez) requieren tiempo y esfuerzo. Tiempo y Esfuerzo. El tiempo justo y el esfuerzo necesario.
Si de niño aprendo que todo lo que me dan lo tengo por derecho propio, si no me cuesta nada lograrlo, y si no tengo que esperar nada para recibirlo… me convertiré en un “sordo” para la música del tiempo, sin espacio, además, para la gratitud (una de las emociones más hermosas y que más bienestar nos generan a los seres humanos).
Cuando no damos el caramelo al niño en el momento en que lo pide no le estamos quitando el caramelo… le estamos regalando la posibilidad de que mañana, de adulto, sea capaz de escuchar la melodía , sepa esperar el tiempo exacto, disfrutando de los espacios de silencio entre notas, disfrutando de las esperas tanto como de las notas cuando llega el momento del sonido.
Los espacios de posible felicidad se expandirán entonces más allá de la obtención del deseo, porque la espera, en sí misma, cobra un sentido fundamental en la construcción de la melodía de la propia vida.